Soy de estatura mediana y esbelto, pero de aspecto corpulento porque entreno duro todos los días y tengo espaldas anchas. Debo añadir que mis brazos y piernas son robustos y bastante peludos, y esta cualidad es magnífica cuando debo enfrentarme a mis enemigos, puesto que ¿quién huiría al ver un tipo enclenque y debilucho? Al verme empuñar la espada con firmeza, huyen despavoridos.
Mi cabello es un poco largo -de moda en la actualidad-, bastante rizado y castaño oscuro, con patillas y un bigote espeso y tupido. ¡Todas las mujeres se vuelven locas por mi mostacho! Cuando era joven, era barbilampiño y soñaba con tener un bigote como todos los hombres de la familia Deveraux, mis rivales ante la reina . Mi cara es ovalada y curtida por los elementos, castigada tanto por el sol como por el gélido viento del norte. No olvides, lector, que paso la mayor parte del tiempo al aire libre, en la popa de nuestro bajel, el Victoria. Mis ojos son de un impenetrable negro, pero siempre brillantes en el fragor de la batalla. Quedan enmarcados entre mis espesas cejas y mi ancha nariz, reforzando esa imagen de fortaleza que quiero proyectar tanto ante mi tripulación como en la corte. Por extraño que parezca, todos mis dientes son amarillentos y alineados. Digo extraño porque la moda en la corte es tener alguno que otro negro, como la mismísima reina Elizabeth I. Sorprendentemente, mis manos son suaves y pálidas, pero siempre firmes. Jamás titubean cuando deben empuñar un arma. Lo más especial de mí es la cicatriz que tengo en mi cuello grueso pero elegante. Es fruto de la batalla de Ponta Delgada en las Azores, el 26 de julio de 1582 luchando con los portugueses contra la armada española. Abordamos un barco español y un marinero intentó cortarme la garganta. No pudo ya que le ensarté mi espada en su corazón.